Una sesión de fotos muy pasional...
(...)
Abre el armario camuflado; saca una de sus almidonadas camisas y unas braguitas
preciosas.
—¡Póntelo! —exclama César dejando la
ropa sobre la mesa—. Quítate también el sujetador—. Al escuchar sus palabras
siento como mis mejillas comienzan a arder y mis piernas a temblar; camina
hacia mí—. Empezaremos por lo más
sencillo—. Me acaricia el mentón y
sonríe—. Saldré un rato, quiero darte
intimidad para cambiarte—. Está a punto de salir; se
gira de nuevo hacia mí—. Aún estás a tiempo de
cambiar de opinión; esto no forma parte de tus responsabilidades como mi
asistente, Lucía.
—Lo sé, —trago saliva—. Pero quiero hacerlo, César—. Trato de dar seguridad a mi voz; aunque creo, por la forma de
mirarme, que él no está convencido; sonrío; trato de ser creíble—. No te preocupes—, le tuteo por primera vez desde que me ha recogido en mi casa
esta mañana—. Confío en ti—, alzo mi mano; quiero acariciar su barbilla pero, finalmente,
no me atrevo—. Sé que no me harás
sentirme demasiado incómoda—. Asiente con la mirada y
sale del despacho; dejándome sola.
Con manos temblorosas me deshago primero de mis sandalias;
las coloco debajo de las sillas apiladas. A continuación, mis pantalones caen
hasta mis tobillos; no siento frío, a pesar que el aire acondicionado del
edificio está en funcionamiento. Doblo mi camiseta, dejándola sobre mis
vaqueros.
Me siento extraña; mi cuerpo únicamente está cubierto con un
sencillo conjunto de algodón, sujetador y braga, en la oficina de mi jefe.
Trato de no pensar en ello. Me llevo las manos a la espalda; suelto el cierre
del sujetador y, a continuación, deslizo mis bragas hasta los tobillos. Escondo
mi ropa interior debajo del resto de la ropa.
No me he recogido el pelo y tampoco he usado maquillaje;
según sus indicaciones.
Estoy completamente desnuda, cuando escucho el golpeteo de
los nudillos de mi jefe contra la puerta; está pidiendo paso a su propio
despacho.
—¡Un momento! —Alzo ligeramente mi voz. ¿De verdad he sido tan lenta
desnudándome? Me pongo las braguitas; son de encaje, negras, y trasparentes por
delante y por detrás. No dejan nada para la imaginación; me pongo la camisa y
me abrocho todos los botones tan rápido como puedo—. ¡Adelante! —grito cuando doy mi tarea
por buena.
—No quiero arriesgarme a que nadie entre —justifica César de ese modo que cierre la puerta de su
despacho con llave—. Los de seguridad tienen
orden de no subir a esta planta. Les he dicho que no se nos puede molestar bajo
ningún concepto, pero toda precaución es poca —asiento con la cabeza y mantengo mis brazos pegados a mi
cuerpo.
Avanza un par de pasos hacia mí y observa mis pies descalzos;
recorre mis piernas desnudas hasta los faldones de su camisa, por suerte,
cubren mis piernas desnudas hasta las rodillas. Las mangas ni siquiera llegan a
mostrar un milímetro de piel de mis brazos. Por un segundo, creo ver algo
extraño en su mirada; desaparece rápidamente.
Cuando llega a mi altura, remanga una de las mangas de la
camisa hasta la mitad de mi brazo; repite la operación con la otra. Cuando
lleva sus dedos a los botones, sin poderlo evitar, retrocedo un paso hacia
atrás.
—¡Te los has abrochado mal! —dice César y avanza el paso que he retrocedido.
Muy despacio, y, uno a uno, desabrocha todos los botones;
desde abajo hasta arriba, sin apartar la tela de mi cuerpo en ningún momento;
ni su mirada de la mía.
Cuando termina de desabotonar, realiza la operación inversa;
amarra los botones de arriba a abajo.
—¡Quiero que te sientes en mi sillón! —toma mi mano y me guía hasta ese punto—. Dobla tu pierna izquierda y siéntate sobre ella—. Sin apenas rozarme, me ayuda a hacerlo—. Ahora, dobla la derecha y apoya la planta de ese pie—, refiriéndose al derecho—, sobre la pierna izquierda—, continúa con el enredo—, abrázate a tu pierna derecha—. Me va colocando en la posición exacta en función de sus
palabras—, apoya la barbilla sobre
tu rodilla derecha—, gira el sillón y me deja
de lado en relación a la cámara; crea una cortina con mi pelo, por delante de
mi rostro.
—Ahora no quiero que te muevas —se aleja de mí y se coloca detrás del trípode; hace varios
disparos. Creo que incluso estoy aguantando la respiración. Trato de calmarme;
me digo a mí misma que tampoco es tan difícil.
Vuelve a acercarse a mí. Sin cambiar mi postura, me aparta el
pelo de la cara, y, suavemente, me obliga a echar la cabeza hacia atrás. Hace
más disparos con la cámara; pero sin trípode, acercándose más a mí; en primer
plano.
Coloca de nuevo la cámara en el trípode, y regresa a mi lado;
con sus indicaciones.
—Baja las piernas y apóyalas en la X que sostiene el eje
central de mi sillón —apoyo los talones—. No —me corrige— sitúate de puntillas y alza las rodillas todo lo que puedas —hago lo que me pide— tira de los faldones de la camisa hacia abajo—, suspira—.
Voy a
soltar un botón de la camisa—, me avisa antes de
hacerlo; tira del lado derecho mostrando mi hombro desnudo, sin mostrar mi
pecho. Gira el sillón dejándome de cara a la cámara.
Me regala una sonrisa justo antes de ponerse detrás de la
cámara otra vez; realiza varias tomas.
—Ahora quiero que te muevas —Tiene una mano apoyada en la cámara y la otra en jarras,
contra su cadera—. Imagina que soy tu novio
y quieres provocarme. Estoy trabajando; quieres distraerme para que lo deje
todo y corra a tu lado; deseas que te haga el amor —vuelve a ponerse detrás de la cámara—. ¡Vamos! —Alza la vista hacia mí,
pero no se mueve de donde está.
Suspiro hondo y me imagino lo que me ha dicho; que es mi
novio y quiero provocarlo. No me resulta difícil la fantasía, al revés, me
gusta demasiado imaginarme que la situación es real.
Me desabrocho otro botón y me escurro por el sillón de mi
jefe. La camisa se desliza hacia arriba mostrando más piel de mis muslos.
Me sujeto al brazo de su sillón con una mano. Introduzco la
otra en el espacio que hay entre dos botones de la camisa; a la altura de mi
pecho. Sin querer, se suelta un tercer botón. La tela impide que mi jefe vea lo
que hace mi mano; aunque intuyo que sabe que estoy pellizcando mi pezón. Echo
la cabeza hacia atrás; no soy capaz de mirarlo a la cara.
Comienza a disparar fotos como loco, mientras voy excitándome
cada vez más.
Animada por la situación, me desabrocho poco a poco el resto
de botones; aunque me aseguro que la tela cubre parte de mis pechos.
Cambio de postura. Me recuesto boca arriba en el sillón;
apoyo mi pierna izquierda en el suelo y doblo la derecha sobre el reposa
brazos; tengo mis piernas abiertas en un ángulo de treinta y cinco grados.
Al moverme, el lado izquierdo de la camisa se ha deslizado;
le muestro parte de mi desnudez, pero no me importa. Me muerdo el labio
inferior y cierro con fuerza mis ojos. No quiero abrirlos; no quiero romper la
magia que reina ahora mismo en este despacho.
No escucho el obturador de la cámara ni los disparos; tan
solo oigo mis propios gemidos y ronroneos. Sé que él está muy cerca de mí;
sacándome fotos sin parar. Sigo acariciándome los dos pechos a la vez; utilizo
mis dos manos. Una de ellas, muy despacio, se desliza a lo largo de mi vientre;
termina escondiéndose bajo el encaje negro.
Cuando mi dedo índice roza mi clítoris, se me escapa otro
gemido; arqueó mi cuerpo y apoyo parte de mi peso sobre los dedos de mi pie
izquierdo; apoyado en el suelo.
Continúo deslizando mi dedo a lo largo de mi sexo; introduzco
media falange. Inspiro aire hasta lo más profundo de mis pulmones; capto que
algo ha cambiado en el ambiente. No quiero, pero abro mis ojos. Está de pie;
frente a mí; lleva la cámara en bandolera, situada en su espalda.
—¡No pares! —Soy incapaz de
reaccionar; veo algo en los ojos de César. Sé que es deseo; excitación. Me
desea tanto o más que yo a él.
Me levanto de un salto y cubro mi cuerpo desnudo; me abrazo
con la propia camisa y me alejo un par de pasos. Me mira sorprendido.
—¡Ven! —dice César; se sienta en
el Chesterfield y da un par de golpes sobre el cuero; invitándome a sentarme a su
lado. Acepto su invitación—.
Lo
siento —se disculpa— no sé lo que me ha pasado —me explica que es la primera vez que se bloquea en una sesión— Lucía, quiero que te sientas cómoda. Esto no es parte de tu
trabajo; no es obligatorio que lo hagas. Dime, ¿quieres continuar, o, prefieres
que lo dejemos?
—Sigamos —respondo con decisión.
—De acuerdo —asiente el que aún es mi
jefe con la cabeza— pero vamos a descansar un
rato, y después seguimos. ¿Te parece bien?
—Me parece bien —me mira muy serio.
—Dime, Lucía. ¿Confías en mí? —dejo escapar un suspiro.
—Si César —le llamo por su nombre—. ¡Confío en ti! —Nos sonreímos mutuamente.
Hacemos un descanso de cinco minutos y retomamos la sesión de
fotos.
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