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Todo comenzó con el
hundimiento del gran trasatlántico al que todo el mundo llamaba insumergible: R.M.S. Titanic.
Como todo el mundo
sabe, el R.M.S. Titanic salió de Southampton un 10 de abril de 1912. Dos
días antes de aquella fecha, Courtney contrajo nupcias con el hombre que su padre le había impuesto,
Max O'Connor; una boda que marcaría para siempre el destino de esta joven
irlandesa.
Su padre era todo lo
que ella tenía en este mundo; era la persona en la que más confiaba, a pesar
del trato tosco y bruto que recibía de él. Courtney sabía que aquello se debía
a la amargura que le había producido la muerte temprana e inesperada de su
madre, cuando apenas ella tenía doce años. Nunca hubiese imaginado que ese
hombre sería el causante de todas las penurias que sufriría en su vida, aunque
también resultaría ser quién la dirigiese hacia todas sus dichas.
Max O’Connor llevaba
tiempo deseando casar a su hija, pero no quería entregársela a cualquiera. En
realidad, quería hacer negocio con ese matrimonio. Conseguir más dinero para
sus vicios.
Derek Williams, el
hombre que se convertiría en el esposo de Courtney, de nacionalidad inglesa, ya
había entrado en la cincuentena. Derek, sin que Max ni siquiera llegase a
sospechar, sabía de la existencia de Courtney. Una joven hermosa que cuidaba,
con devoción, dedicación y obediencia absoluta a su padre, que apenas era un
par de años mayor que Derek. A su lado, Courtney parecía una niña.
Max mantenía una
relación comercial un tanto extraña con Derek. Los negocios en los que ambos
hombres se movían no eran del todo limpios; y mucho menos debían ser
mencionados en presencia de la joven; todo ello giraba en torno a apuestas
ilegales y mujeres de no tan buena vida.
Derek, en aquellos
días, había viajado a Cork, dónde Courtney
vivía con su padre. Había planeado paso a paso su plan. Nada podía salir mal.
El padre de Courtney era un pésimo jugador de cartas y, si aún fuese posible, un
peor bebedor. Así que éste cayó en las redes de Derek que, poco a poco, vio madurar
los frutos de su plan, que no era otro que obtener la mano de Courtney.
Debido a varios
trapicheos, y como pago de una deuda de juego, el padre de Courtney, aceptó
casar a su hija con aquel hombre.
Courtney viajó desde Cork hasta la capital inglesa acompañada
de su progenitor. Ella no supo acerca del motivo real de aquel viaje hasta que
se encontró en medio de una capilla, en uno de los suburbios más concurridos,
oscuros y sucios, del Londres de comienzos del siglo veinte.
Derek estaba de pie,
esperaba satisfecho a la mujer que se convertiría en su esposa en apenas unos
minutos. Sonrió complacido cuando vio a la joven, que no podía imaginar con qué
intenciones deseaba casarse con ella. De hecho, Derek era un hombre que siempre
planeaba meticulosamente todo lo que hacía; no era alguien que actuase por
impulso.
El novio escupió en
el suelo, lo que provocó una mirada reprobatoria del párroco de la Iglesia que aquél
ignoró, a la par que miraba con desprecio a su futuro suegro: un hombre inútil,
calvo, y con una barriga prominente; producto de ingerir cantidades ingentes de
cerveza y al que era sumamente fácil engañar en una simple partida de pocker.
—Padre, —dijo
Courtney cuando comprendió qué era lo que iba a suceder en aquel lugar;
pronunció esas palabras casi en un susurro—, no puede obligarme a casarme con
ese hombre—. La joven giró su rostro hacia su flamante novio—. Me dobla la
edad. ¡Y no le conozco! —Courtney, por más que lo intentaba, no lograba
recordar si lo había visto antes. Lo único que tenía claro era que tendría la
misma edad que su progenitor.
Hacía algunos años
que Derek Williams había superado la barrera de los cincuenta; no se hacía
problemas en casarse con alguien más joven que él. Courtney apenas era una niña
de veintidós años.
—Courtney, —Max asió
por el codo a la joven, llevándola, casi a rastras, a un lateral de la
iglesia—. Harás lo que tu padre te ordene—, el hombre comenzó a zarandear a la
joven de forma brusca—, ¿Está claro? —Courtney miró hacia el altar; un perfecto
desconocido estaba esperando para convertirla en su esposa. Lo vio hurgándose
la nariz de una forma grotesca, lo que le produjo un estupor absoluto. Un
escalofrío recorrió su cuerpo al pensar en lo que ese hombre esperaría de ella
esa misma noche. Courtney aún creía que algún día conocería a su alma gemela,
con la que compartiría su vida, sus sueños. A la que le entregaría su
virginidad y le daría hijos—. Si no haces lo que te ordeno, —añadió su padre
sacándola de sus sueños imposibles—, no oses jamás regresar a casa. No eres
sino un estorbo —agregó con desprecio en la voz—. ¡Y no llores! —añadió—. ¡Tú
obligación es casarte! Y lo harás con el hombre que yo desee y más me convenga.
¡Serás el pago de mis deudas! —repuso sin ningún tipo de pudor, admitiendo la
mezquindad de su acto.
Max empujó a su hija,
sin atisbo de compasión, quién cayó al suelo de la iglesia.
—¡Límpiate la cara!
—le dijo su padre con desprecio; tirándole un pañuelo que ella misma había
bordado con las iniciales de su progenitor y que había sido un regalo en su
último cumpleaños—. ¿No querrás que la primera noche tu marido busque en
cualquier furcia lo que tú debes entregarle, por derecho propio, porque tú no
le resultes atractiva?
Courtney miraba con
sorpresa a su padre, aquel no era el hombre cariñoso que en otro tiempo había
sido; antes que su madre muriese por aquellas extrañas fiebres.
Con lágrimas en los
ojos, la joven no tuvo otro remedio que asentir con la cabeza. Se puso en pie
y, tras limpiarse la cara, le devolvió el pañuelo a su padre que lo rechazó.
Tal vez en el fondo de su corazón sentía la crueldad de su acto y quería que la
joven tuviese un recuerdo de él.
La boda apenas fue un
trámite, un intercambio de anillos obtenidos por Derek de una forma no
demasiado escrupulosa. Tampoco hubo ningún tipo de celebración por el enlace.
Derek era un hombre
que se movía en negocios turbios; tenía sus deudas y no podía gastar más de lo
estrictamente necesario.
La noche de bodas,
tras varios intentos fallidos de de consumar el matrimonio, Derek abandonó
malhumorado el cuarto de la pensión de mala muerte donde estaban pasando su
primera noche como marido y mujer.
Derek bajó a la
taberna en la que, como cada noche, hombres de aspecto descuidado y demasiado
pasados de whiskey charlaban sobre el magnífico barco que se encontraba
atracado en el puerto de Southampton.
Había escuchado acerca de ese majestuoso navío. El insumergible le llamaban. Viajar en él, salir de Inglaterra. Por un
momento, Derek pensó que esa sería una forma de escapar de las deudas. Ahora
tenía una esposa y, como ya había sospechado días atrás, quizás él no podría
disfrutar de ella. Pero otros hombres sí podrían hacerlo por él. Lo mejor de su
plan era que podría ganar mucho dinero a costa de la joven. Había escuchado que
en Nueva York pagaban fortunas por acostarse con mujeres hermosas como la suya.
Las pelirrojas eran consideradas exóticas.
—Y, ¿cuándo decís que
parte ese barco? —preguntó Derek a unos hombres que bebían y charlaban
animadamente. Tomó asiento junto a ellos sin que le invitasen.
—En dos días,
—respondió uno de los hombres sin mirar a Derek—, pero no creo que haya pasajes
disponibles. Y si los hubiera, te costarían demasiado dinero, amigo—. Los
hombres rieron de forma escandalosa.
—¿Cómo estás seguro
de eso? —Derek observó al hombre; había bebido demasiado, era una presa fácil.
Rápidamente trazó un plan.
—Me lo dijo el hombre
que me vendió tres de los últimos. Mañana por la mañana mi hermano y yo, junto
a su esposa, tomaremos un tren hasta Southampton. Y de allí a Nueva York. Dicen que hay una hermosa
estatua dedicada a La Libertad en la
entrada del puerto, saludando a los barcos que entran en la bahía. —Derek miró
a los acompañantes del borracho, tratando de adivinar quién de ellos viajaría
con ese hombre—. Mi hermano está durmiendo, —continuó mientras miraba hacia un
hombre, algo más joven que los otros, recostado contra una de las mesas
cercanas—. ¡Demasiado whiskey! —Todos volvieron a reír, excepto Derek—. ¡Y su
joven esposa durmiendo solita! —exclamó el borracho y suspiró a la vez—.
Alguien debería subir y darle lo que se merece—. Otra vez estallaron en
carcajadas, abriendo mucho los ojos, cuando escucharon aquellas palabras.
—¿Cuánto quieres por
los billetes de tu hermano y su mujer? —Derek preguntó decidido.
—¿Cuánto puedes
ofrecerme? —Derek vio la lujuria y la ambición en los ojos del borracho.
—Acompáñame, —dijo
Derek poniéndose en pie. —Tengo algo que podría interesarte—. Sonrió
apostándolo todo a una sola carta—. ¿Te gustan las mujeres hermosas? —le preguntó
al darse cuenta que el hombre desconfiaba. No las tenía todas consigo, pero
quiso aprovecharse de las insinuaciones que acababa de hacer con respecto a su
cuñada.
—¿Y a quién no?
—respondió el dueño de los pasajes poniéndose también en pie; trataba de encararse
con Derek, aunque éste se mantenía firme.
Tras un pequeño duelo
de miradas, el borracho aceptó acompañar a Derek a ver eso tan interesante que
podía ofrecerle; hasta la sucia habitación donde Courtney dormía.
§§§
—¡Es hermosa! —dijo
el borracho a Derek sin mirarle.
Ambos hombres habían
entrado sigilosamente en el cuarto, sin hacer ruido. Derek retiró las mantas
que cubrían el cuerpo de su esposa. Estaba desnuda; se había asegurado de no
dejar nada de su ropa en la habitación. Así se aseguraba que ella no tratase de
escapar debido al pudor que le ocasionaría andar desnuda por aquel lugar.
Los ojos de su
acompañante no podían apartarse de esa piel extremadamente blanca, de los
pezones, con sus aureolas sonrosadas, y ese triángulo pelirrojo entre las
piernas de la mujer. Había visto muchas pelirrojas en su vida, pero era la
primera vez que veía a una desnuda.
—Puedes follártela
toda la noche a cambio de los billetes —susurró Derek—. Quizás, se parece un
poco a tu cuñada, esa carne que tanto te gusta y que está prohibida para ti.
—¡Mi hermano me
matará! —el hombre miró a Derek de nuevo; desconfiado.
—También puedes ir y
follarte a tu cuñada, —añadió Derek—. Aunque no estaría nada bien visto —dijo
mientras sonreía de medio lado, fingía una moralidad que no tenía en absoluto.
—¿Cuál es tu relación
con ella? —preguntó el borracho a Derek.
—Nos hemos casado hoy
mismo.
—¿Quieres que me
folle a tu mujer? —El propietario de los billetes no sabía si debía reírse ante
semejante disparate.
—Sí, —respondió Derek
con frialdad—. Te ofrezco cada uno de los agujeros de esta mujer a cambio de un
par de pasajes del R.S.M. Titanic
—sentenció—. Podrás viajar con tu tercer billete y tu hermano no podrá matarte.
Estarás lejos. —Y prosiguió—: Cuando él se despierte de esa borrachera que
lleva, —chasqueó la lengua—, tú estarás muy lejos, amigo mío.
El hombre barrió con
la mirada, llena de lujuria, el cuerpo desnudo de Courtney. Su mente le decía
que no era una buena idea; su hermano no estaría de acuerdo, salvo que también
él pudiese disfrutar de esa joven. Pero aquel estaba borracho, durmiendo sobre
una sucia mesa de la asquerosa taberna donde había tropezado con aquel
desconocido. Miró un instante a ese hombre, preguntándose qué podría pasar por su
mente para ofrecerle su mujer a un completo desconocido.
—Los pasajes, —dijo
Derek impaciente—. ¡Es virgen! —añadió Derek al ver la duda en los ojos del borracho—.
Es toda tuya, —añadió tras arrancarle los billetes de las manos—; pero solo por
esta noche, mañana viajaremos para embarcarnos en ese navío y alejarnos de
Europa para siempre.