Camino por el museo con pasos lentos pero firmes. Subo
directamente al primer piso; tengo un destino preestablecido, antes incluso de
salir de mi casa.
Durante mi trayecto, me detengo ante las vitrinas, estatuas y
paneles con sus respectivas explicaciones; finjo leerlas. Me fundo entre el
resto de la gente; soy un turista más, que pierde su tiempo, paseando una
mañana cualquiera de un martes como cualquier otro; como lo hacen a diario los
miles de visitantes en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
Necesito encontrar el escondite perfecto; algún lugar donde
nadie pueda hallar lo que solamente quiero que encuentren dos personas.
Camino hacia un grupo de escolares; escucho la explicación
que está dándoles el profesor que los acompaña. Me aproximo a ellos; tal vez
consiga esa inspiración que no encuentro.
Están sentados en el suelo; forman un semicírculo perfecto en
el centro de la sala de las estatuas, entorno a su profesor. La luz incide
sobre el inmaculado mármol blanco del suelo; atraviesa las claraboyas del
techo.
En realidad, siempre me han gustado mucho los museos, se
respira tranquilidad, sosiego, es un tipo de paz muy difícil de alcanzar en
otro lugar; salvo en una Iglesia, pero yo no soy creyente. El dolor que veo
cada día en los ojos, tristes y apagados, de los niños del hospital donde
trabajo, me impide creer; aunque si sueño con que un mundo mejor sea posible
algún día.
—¿Sabéis quiénes eran estos hombres y mujeres? —Señala el profesor a las estatuas. Camina hacia una de ellas
mientras los estudiantes, apenas unos niños como los pequeños a los que cada
día veo en mi trabajo, le siguen con devoción con la mirada—. Ella es… —señala una estatua en
estado sedente, esculpida en un mármol blanco inmaculado, —Livia Drusa Augusta, también llamada Julia Augusta, fue
emperatriz romana; esposa del emperador Augusto. ¿Alguien que me pueda decir de
que época de la historia estoy hablando? —me alejo de ellos, dándoles privacidad a su clase, mientras
busco el lugar idóneo donde dejar la carta que llevo enrollada en el bolsillo
de mi chaqueta, sin darme cuenta que el mismo profesor me ha dado la idea;
Julia Augusta. Estoy seguro que los niños que veo cada día darían un brazo por
poder escuchar las explicaciones de ese hombre. Salvo que, muchos de ellos,
nunca volverán a ver un parque con sus jardines, fuentes y columpios, por culpa
de individuos como yo, y, otros dos sujetos que conozco que, en realidad, no
son mucho peores.
Cuando descubrí lo que estaban haciendo aquellos dos
personajes, por no emplear la palabra que debería utilizar, primero pensé en
denunciarles, pero, ¡necesitaba pruebas!, así que los grabé. Pero mi codicia
fue mayor.
Me acuso señor juez, deberían escribir en mi epitafio, me
acuso de no velar como debería haberlo hecho de aquellos seres indefensos, me
acuso de haberles dejado entre sus manos; sucias y horrendas, incluso asesinas.
Hoy tomo consciencia que engañé a aquellos hombres con
ensañamiento y alevosía; les entregué un vídeo de César, saltando y jugando en
el sofá, en lugar de la prueba material que los incrimina en los hechos.
¡Tienen que estar más que furiosos o enfadados! Seguramente desearan matarme.
¡He descubierto que me están buscando! Ellos desconocen dónde
vivo. Tampoco tienen conocimiento alguno de mi segunda ocupación, en parte
encubierta, pero no dudo que terminaran por descubrirla; cuando lo hagan, darán
rápidamente con mi persona, y estaré muerto.
Es por ello que tengo que velar para que la verdad de todo lo
que está sucediendo en el hospital, sea desvelado; también he prometido a mi
pequeño César que velaré por su bienestar futuro. ¿Qué será de él?
Deambulo durante un rato sin rumbo fijo, pero cuando veo a
los escolares caminar hacia la segunda planta del museo, a través de las
escaleras, regreso a la sala de las estatuas.
Miro a derecha e izquierda y escondo la carta.
Solo ruego que sean esas dos personas en las que estoy
pensando ahora mismo, quienes encuentren la misiva; soy consciente que es muy
peligroso y también tengo claro, que de alguna manera, estoy poniendo en
peligro sus vidas. Pero, ¿qué sería entonces de nuestra existencia si no
hubiese emoción en ellas?
Regreso a casa con mi pequeño César. Mañana tengo una reunión
muy importante con los que serán los salvadores de mi honor. Puesto que para
salvar mi vida, ya es demasiado tarde.
Tan solo puedo añadir que imploro un perdón que sé que no
merezco por todos mis pecados cometidos.
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