jueves, 26 de julio de 2018

La maldición de Sonata: El manuscrito de Centum Cellae de #SylvieVoruz

Os dejo un extracto de una historia muy especial, una #novela que salta entre diferentes épocas: la actual y el #imperioromano. #fantasia, #romance, #paranormal y un toque #erótico en un solo #libro.

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Aquel maldito verano estaba llegando a su fin. Era el tercero en el que una joven arqueóloga apenas graduada, Johanna Mestorf, de tan solo veinticuatro años; y el profesor de historia Romana y Griega, William Flinders, que ya rondaba los cuarenta, ambos pertenecientes a la universidad de Milwaukee, trataban de localizar los restos de una antigua villa romana en el norte de España. Sin embargo, no había tenido éxito.
William llevaba los diez últimos años de su vida, y de su carrera profesional, persiguiendo un sueño. En el fondo, él sabía que no había muchas posibilidades de éxito en la búsqueda que allí estaban realizando. Todas las investigaciones realizadas por sus predecesores, habían resultado ser infructuosas.
El maduro profesor de historia se basaba en una antigua leyenda que circulaba por la vieja ciudad italiana de Civitavecchia, que hablaba de una hermosa joven que fue raptada por un senador de la provincia de Hispania, tras asesinar cruelmente a su anciano padre.
La leyenda también contaba que aquel senador vivió al norte de lo que hoy conocemos como España; en el límite de las vascongadas con la región habitada por los cántabros. Sin embargo no existía ningún dato que lo corroborase, apenas eran especulaciones.
A pesar de todos los estudios y artículos; que a lo largo de todo aquel tiempo habían sido publicados en prestigiosas revistas de arqueología e historia de universidades alrededor del mundo; contradecían la obsesión por la que vivía exclusivamente; William se empeñaba en considerar que aquella historia era cierta. Tenía certeza que aquel verano no terminaría sin regresar a su país con un nuevo descubrimiento bajo el brazo.
Al comienzo de aquel periodo estival que estaba por concluir, William había recibido una advertencia de la universidad para la que ambos trabajaban, la señorita Mestorf y él mismo, que era la que pagaba los costes de aquella empresa: si no conseguía pruebas fehacientes de lo que para ellos no era más que una quimera, pondrían fin a la dotación de fondos y no podrían continuar el siguiente verano.
De hecho, aquel verano la dotación económica había sido algo inferior a los dos primeros años, por lo que había tenido que reducir casi a la mitad a los estudiantes que colaboraban con ellos; apenas cuatro, cuando en años anteriores había tenido a su disposición un equipo de casi diez personas.
La investigación, durante todo aquel tiempo, no había avanzado en absoluto; es más, parecía estar estancada. Tan solo habían encontrado algunas piedras sin ningún tipo de valor.
Apenas un par de  semanas antes había llegado la temible notificación; William debía cerrar el campamento y comunicárselo a todos los que estaban trabajando para él en aquel momento. Cosa que desde luego no hizo.
A pesar que todo parecía estar en su contra, el experimentado profesor tenía la corazonada de que toda aquella leyenda era cierta. Había algo, unas viejas fotocopias, algo arrugadas por el paso del tiempo, y que aún no se había atrevido a enseñar a nadie, cuyo contenido le confirmaba que no estaba errado. Aquella joven dama de Centum Cellae había existido, había sido de carne y hueso y él estaba dispuesto a demostrarlo.
—Señor Flinders —dijo Johanna entrando en la tienda en la que William había montado su despacho.
Él había conocido a la joven unos años antes, cuando éste era su profesor de historia en la Universidad. Aquella jovencita estaba hecha una furia aquel día, como aquella misma tarde. En su momento lo hizo para reclamar la nota de un examen; sonrió para sí mismo pensando qué sería lo que ahora querría reclamar.
—Dígame, señorita Mestorf—. El hombre miró a la joven frunciendo ligeramente los ojos. No le gustaba que le interrumpiesen cuando estaba encerrado en aquella improvisada oficina—. ¿Han encontrado algo esos chicos? —preguntó, para después continuar con sus quehaceres; estaba empezando a creer que los cuatro mocosos, que ese año le habían asignado, eran incluso más inútiles que los de años anteriores.
—¡No! —exclamó la mujer, claramente enfadada—. Pero sí hemos recibido todos una comunicación de la universidad, profesor Flinders.
—¿Perdón? —Con sus palabras Johanna había conseguido llamar la atención del hombre, que se quitó las gafas para poder observarla mejor.
En todo aquel tiempo, William se había dado cuenta, perfectamente, de lo hermosa que era Johanna: casi tan alta como él, vientre plano y firme; además, tenía un carácter de los mil demonios.
La joven llevaba su larga cabellera negra recogida en una coleta alta. Sus pechos estaban aprisionados por un sujetador, que asomaba ligeramente bajo una camiseta de tirantes, haciéndoles parecer aún más robustos.
El hombre, descaradamente, deslizó la mirada hacia las piernas de la chica; eran largas, musculosas, y apenas estaban bronceadas. El mini short que llevaba puesto parecía unas braguitas. Por un instante tuvo el deseo irrefrenable de arrancárselos con la boca; pero, las furiosas palabras de la joven, le hicieron despertar de ese mini sueño erótico que le había embargado cuando aún estaba despierto.
—Los chicos y yo hemos recibido una notificación de parte de la universidad, —volvió a repetir la mujer; visiblemente enfadada.
—¿Qué es lo que han recibido? —preguntó desconfiado. En el fondo pensaba que él sería quién recibiese las cartas de despido para que las entregase; así tendría un poco más de tiempo a su favor.
—¡Esto! —exclamó su asistente, que con furia colocó un papel sobre la mesa de su jefe—. ¡Nos marchamos!
—¡No pueden hacer eso! —William se puso en pie—. Si lo hacen les despediré a todos—. Ella no pudo evitar reírse ante las palabras del hombre.
—No puede despedirnos, —la mujer sonrió.
—¿Ah, no? ¿Y por qué no voy a poder despedirlos a todos? ¿eh? —Flinders estaba hecho un basilisco; fuera de sí.
Ambos se miraron de hito en hito con furia.
—Porque ya estamos despedidos todos. —La muchacha se quedó mirándole fijamente; le hubiese gustado añadir la palabra “imbécil”, pero se contuvo. En su lugar añadió—: ¡Y a usted también le deben haber despedido! —exclamó—. A Johanna, de nuevo, le vinieron a la cabeza unas cuantas palabras adicionales de cariño hacia el profesor; pero se contuvo.
—Disculpen, —un joven de unos dieciocho años se asomó por la cortina de la tienda; era uno de los cuatro ayudantes de Johanna—. Señorita Mestorf—, reclamó su atención—. Nos vamos, ¿quiere que le acerquemos a algún sitio?
—No, —dijo la mujer mientras caminaba hacia el muchacho—. Gracias, —añadió—, no es necesario. Bajaré al pueblo en mi moto.
Cuando llegó a España desde Estados Unidos, lo primero que hizo fue alquilar una moto; con ella había recorrido, durante sus días libres, buena parte del país.
El joven asintió levemente con la cabeza mientras miraba con desconfianza a William; nunca le había visto con el gesto tan desencajado. Antes de salir se giró de nuevo hacia Johanna.
—Los chicos y yo nos vamos a tomar unas cervezas en el pueblo, —sonrió a la joven. Hasta dentro de dos días no tenemos que coger el avión, —añadió—. Ya sabe—, sonrió—, para despedirnos de todo esto, —dijo mirando a su alrededor; durante aquellos días habían aprendido a mimetizarse con la cultura española—. ¿Si le apetece unirse a nosotros?
—Claro, —dijo ella—, en una hora nos vemos allí; tengo que terminar unos informes para la universidad y seré toda vuestra.
El joven asintió y dejó a solas a los responsables de la expedición.
¿Qué era aquello que había dicho Johanna?, se preguntaba William. ¿Toda suya? ¿De quién? ¿De aquellos niñatos? Una sensación desconocida le recorrió el cuerpo. ¿Celos? ¿Deseo contenido hacia ella? ¿Por qué? Tenía que reconocer que aquella mujer, realmente tenía un buen cuerpo. ¿Habría follado con alguno de aquellos niñatos? No, no lo creía. Ella era demasiado mujer para ellos; tal vez incluso para él mismo.
Trató de recordar cuando fue la última vez que estuvo con una mujer, mientras Johanna pasó delante de él como una exhalación. Se giró a mirarla y tuvo que reconocerlo; la joven tenía un buen trasero.

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