Hoy os traigo el capítulo cuatro de una novela policíaca, participante del #premioliterario2018, que os sorprenderá por la cantidad de personajes que se implican en la trama. Varios supuestos amigos, y por ende escritores, encerrados en un caserón tras producirse una avalancha de nieve en pleno fin de semana navideño; con un sanguinario asesino suelto en la zona... ¿Conseguirán salir a tiempo de allí para celebrar las fiestas con sus respectivas familias? ¿Descubrirán que su amistad apenas es una careta que por fin puede que vea su realidad? ¿Conseguirán todos ellos salir vivos de esa aventura?
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—¡Una tormenta de
nieve!, —exclamó Nini dramáticamente.
—¿Y por cuánto
tiempo estaremos así, encerrados?, —dijo Elisabeth.
De pronto, la
perspectiva del bloqueo y de la imposibilidad de salir o entrar de aquel
caserón se les había representado en toda su absoluta realidad.
—Eso no podemos
saberlo, querida, —respondió Fidel—. Cuando nos cae una de estas tormentas, a
veces puede ser cuestión de horas. Pero, si tuviéramos mala suerte, podríamos
quedarnos encerrados aquí dentro durante varios días.
—¡Varios días!,
—dijo Sandra frotándose las sienes con las palmas de ambas manos, en el
nacimiento de sus rubios cabellos.
—¡Dios!, —dijo
Elisabeth.
—¡Qué desgracia!,
—intervino Pamela, resoplando con fuerza con los labios entrecerrados.
—¡Esto es un
desastre!, —repuso Cirilo—. Yo tengo que estar en Madrid el lunes por la
mañana. ¡Tengo trabajo pendiente!
—Y a Daniel y a mí
nos esperan mis padres en San Sebastián, —dijo Ainhoa con una nota de pena en
la voz.
—¡Todos juntos!
¿Encerrados?, —dijo con preocupación María—. ¡Nos moriremos de hambre!
—Chicos, calmaos,
—intervino Gustavo—. No tenéis de qué preocuparos. No os vais a morir de
hambre, no nos moriremos de hambre. Tenemos en la casa suficientes reservas de
comida para todos para varios días. De hecho, Fidel y yo nos hemos estado
procurando provisiones desde hace algún tiempo, en vista de la celebración de
la Navidad. En principio eran para pasar las fiestas de Navidad y Fin de Año
con mi hija y mis nietos; pero en fin, las circunstancias son así, esas
provisiones nos servirán para sobrellevar el encierro.
Un rumor recorrió
al grupo reunido en torno al inesperado anfitrión, un aleteo que intercambiaba
opiniones entre murmuraciones. Hasta que una voz quebró ese ruidoso silencio.
—Somos trece
personas en esta casa, —dijo Cirilo—. Es bueno saber que vamos a tener con qué
alimentarnos; pero, ¿cómo vamos a pasar estos días y, sobre todo, estas noches?
Si me lo preguntaran, preferiría dormir aquí mismo en el salón, antes que
compartir cama o habitación con “algunas personas”.
Entonces un rumor
de desaprobación ascendió desde el grupo, pero nadie dijo nada.
—Por eso no tendrás
que preocuparte, —respondió Gustavo—. La casa es grande y en ella hay
habitaciones suficientes para albergar a todos.
Se produjeron más
murmullos y conversaciones por lo bajo. Algunos se giraban para mirarse entre
ellos y discutían con reserva la nueva situación que la tormenta de nieve les
había impuesto: Pamela cuchicheaba con el Bakala, mirando con desconfianza a su
alrededor; Kristán y Fidel, por su lado, conferenciaban a solas; entretanto, se
había formado un grupito parlanchín en el centro del salón, conformado por
Elisabeth, María y Nini, que hablaban entre ellas, como si de un aquelarre
privado se tratase.
A esta gente no le
hace ninguna gracia quedarse encerrados juntos, ni siquiera una noche; pensó Ainhoa.
Algunos tenían la expectativa de librarse de los otros en el devenir de unas
pocas horas; pero ahora que la tormenta les ha obligado a compartir el mismo
techo por un tiempo indeterminado, la perspectiva de las siguientes horas se
les hace insufrible. Aquí la sangre va a llegar al río, se dijo para sí misma,
sonriendo divertida con ganas.
—¿Por qué
sonríes?, —le preguntó Daniel.
—Por nada en
particular, —respondió ella—. Pensaba en lo bien que nos lo vamos a pasar todos
juntos—, hizo un gesto teatral, señalando a los que estaban reunidos en el
salón—, en los próximos días.
Daniel la observó
en silencio, tratando de asimilar el comentario que su novia le acababa de
hacer. Pero sin comprender del todo la ironía implícita en éste.
—¡Déjalo así!,
—dijo ella risueña—. Mejor descubrámoslo juntos.
—Yo me encargaré
de las cenas, almuerzos y desayunos —dijo Gustavo, alzando la voz por encima
del resto de conversaciones—. De hecho, ya lo tenía todo listo para la cena de
hoy—. Mientras tanto, Fidel, encárgate de repartir las habitaciones entre
nuestros invitados.
—Cómo no, cariño, —respondió
el aludido—. Voy por las copias de las llaves. Regreso en un minuto.
***
—Mirad, chicos, —dijo
Fidel mostrando un informe revoltijo de llaves—; nuestra casa se compone de una
planta baja, en la que ahora nos hallamos, y cuatro pisos por encima de
nosotros. Y, por supuesto, contamos con un sótano, justo debajo de nosotros,
que nos sirve un poco de trastero y en el que están aparcados vuestros coches,
y alguno de los nuestros, de colección.
—Menudo caserón, —le
dijo Daniel discretamente a su novia.
—Ya te digo, —le
respondió ésta—. Y parece que presumir de ella, a Fidel no le produce ningún
pudor.
—Además, —seguía
hablando el obeso gay—, encima de estos cuatro pisos, tenemos una azotea que
nos sirve también de depósito para las valiosas antigüedades a las que no hemos
podido hallar, de momento, un lugar en el resto de la casa.
"Es decir, un
basurero donde amontonan todas las porquerías que no les caben el resto de la
casa", pensó Cirilo para sí mismo.
—Pues bien,
chicos, —continuó Fidel—; las habitaciones que tenemos disponibles en la casa
se encuentran todas ellas en la primera planta. Así que voy a indicaros la que
ocupareis hasta que los rescatistas vengan a por nosotros. Para empezar, Gusti
y yo, ocupamos la estancia del lado norte, es nuestra habitación matrimonial.
Así que, descontando aquella, os voy a distribuir en las habitaciones restantes,
siguiendo el orden de las manillas del reloj. Empecemos.
De pronto, los
ocupantes de la casa de agolparon todos en derredor de Fidel, con expresión
expectante en los rostros.
—Veamos, —dijo el
obeso gay, tomando un juego de llaves entre sus gruesos y bastos dedos—; estas
son las llaves de nuestro “Salón Medieval”, está al lado derecho de la
habitación de Gusti y yo, justo pasando los baños. Esta te la voy a dar a tí,
Kris, —y extendió la mano con la llave hacia el dibujante gay—. ¡Va perfecta
con tu personalidad!, la habitación de un caballero medieval.
—¡Caray!, —le
susurró Ainhoa en el oído a Daniel—. Eso sonó tan lanzado, como si se le
estuviera insinuando—. Daniel se encogió de hombros, sin prestarle importancia
al comentario de su novia—. No creo que a Gustavo le agraden esas
insinuaciones.
"¡Qué
promiscuo es este tío!", pensó Cirilo para sí. "Ni aun cerca de su
pareja, se contiene para lanzarle los tejos a Kristán".
Fidel, por su
parte, continuaba distribuyendo las habitaciones, ajeno a todo lo demás.
—La siguiente, el “Salón
Renacentista”, será para vosotros, —dijo el obeso gay, poniendo una llave en la
mano de Daniel.
Ainhoa se fijó de
inmediato en el llavero al que estaba adosada la llave. Se trataba de un par de
muchachos besándose apasionadamente en la boca. Una sonrisa se dibujó en los
labios de la chica vasca.
—¡Hala! —La
exclamación se había escapado de la boca de Ainhoa, antes que ésta pudiera
controlarla. Las pequeñas figuras de metal asemejaban el estilo de una
escultura de Miguel Ángel. Por lo menos, no se podía negar el cuidado con el
que el llavero había sido elegido en función al nombre y al tema de la
habitación.
—¿Por qué llamáis
"salones" a las habitaciones de vuestra casa?, —preguntó Nini con interés—.
Me parece tan curioso.
—A mí me parece
una gilipollez, —opinó Cirilo.
—Les llamamos así,
—respondió Fidel extendiendo otra llave hacia Sandra, que la tomó con la mano—,
porque todas las habitaciones están decoradas según un estilo particular que
las define. Por ejemplo, tú, Sandra, encontrarás una decoración de corte
asiático, entre japonés, chino, incluso hindú, en la habitación que vas a
ocupar. Por eso la llamamos "Salón Oriental".
—¡Qué exótico!, —comentó
la abogada andaluza, no sin cierto matiz de burla en la voz.
—La siguiente
habitación es nuestro "Salón Americano", —dijo Fidel, extendiendo un
llavero con un Tío Sam de miniatura hacia Nini—. Esta te la doy a tí, Nini.
—¡Qué Guay!, —dijo
la obesa muchacha, tomando el llavero y paseándolo entre sus regordetes dedos
con fruición infantil.
—Creo que la
habitación te encantará, está dedicada a la cultura americana de todos los
tiempos: James Dean, Madonna, etc. Todo con un estilo muy americano.
—Muy yanqui, mejor
dicho, —afirmó Cirilo. Pero nadie prestó atención a sus palabras.
—Pues bien, —dijo
Fidel con una sonrisa cómplice; y, luego, dirigiéndose hacia Pamela y al
Bakala, añadió—: A vosotros, que sois pareja, os dejaré nuestro "Salón
Griego". Estoy seguro que os encantará, —concluyó el obeso gay con un
guiño de ojo.
—Gracias, —dijo la
editora, adelantándose al Bakala en tomar la llave de los dedos de Fidel.
—Me faltan María,
Cirilo y Elisabeth, —dijo Fidel examinando las llaves que aún tenía en las
manos.
—¡Y yo! —exclamó
la voz de Narciso, desde un extremo de la pequeña muchedumbre que rodeaba al
obeso gay.
—Es cierto. Me
había olvidado de ti, Narciso. Pues bien, —Fidel se acomodó las gafas con gesto
amanerado y pomposo—, a Cirilo le pondré en el "Salón de Indias", muy
apropiado a su personalidad, pues está dedicado a los países de América Latina.
—¡Cámbiame de
habitación!, —exclamó el abogado ecuatoriano.
—¿Por qué?
—Pues porque me
estás reduciendo a un cliché; el hecho que sea sudamericano no justifica que me
envíes a dormir a tu "Salón de Indias", —concluyo Cirilo, con un
gesto despectivo en la última frase que pronunció.
—Está bien, está
bien, —concedió Fidel—. María irá al "Salón de Indias"; y a ti te
pondré en la habitación siguiente, el "Salón Art-Nouveau". ¿Estás satisfecho?
Por toda
respuesta, Cirilo rezongó en voz baja y se apoderó de la llave de la habitación
que le habían asignado. María tomó a su vez la llave del "Salón Art—Nouveau",
dirigiendo una mirada de reprobación hacia el abogado ecuatoriano.
—Pues, ya está, —dijo
Fidel—. Tan solo resta ubicaros a vosotros dos, —inclinó la vista hacia
Elisabeth y Narciso—, en las dos habitaciones que aún quedan. A ti, Elisabeth,
te pondré en el "Salón Romano"; ya te podrás imaginar de qué va el
tema de la habitación.
—Por supuesto, —replicó
la aludida—. ¿Tema del Imperio Romano?
Fidel asintió en
silencio a Elisabeth.
—Finalmente, —prosiguió
el obeso gay—, Narciso irá a la última habitación, nuestro "Salón
Romántico". Se trata de una habitación decorada con los grandes temas del
amor romántico.
Ainhoa no pudo
dejar de notar que, al decir aquellas últimas palabras, su ocasional anfitrión
había adoptado la actitud y las maneras de un hostelero ofreciendo una de sus
habitaciones a un turista indeciso.
Nini estuvo
tentada a solicitar el cambio de su habitación por la del pequeño contable. Lo
romántico, sin duda, era lo suyo; y ella se veía más identificada con el tema
de aquella habitación: pero ocupar la habitación de al lado de Pamela, tampoco
estaba mal. Así que eligió quedarse callada.
—Pues bien, —dijo
Fidel, extendiendo las palmas de ambas manos, ya vacías—, ahora solo nos queda
esperar a que Gusti termine de disponer la cena de hoy.
***
Veinticinco
minutos después, todo estaba dispuesto para lo que se había convertido en una
cena improvisada para trece personas; y los invitados involuntarios de la casa
ya se habían instalado en sus sillas, en los lugares que ellos mismos habían
elegido.
Cirilo había
escogido sentarse exactamente delante de Pamela y Kristán, que se habían
sentado con el Bakala al lado de la editora.
—Mira aquello, —le
había dicho Ainhoa a Daniel, señalando a los cuatro personajes que se habían
reunido.
El chico echó una
mirada hacia ese lado y enarcó las cejas, moviendo levemente la cabeza hacia Ainhoa,
como preguntándole qué pasa.
—Pues, que ese
grupito que se ha formado allá tiene todas las papeletas para terminar liándola
a lo grande.
—Exageras, mujer,
—respondió Daniel y se concentró de lleno en su ensalada.
Ainhoa no
insistió, se encogió de hombros y se dispuso también a atacar su plato.
Mientras tomaba el tenedor alzó la mirada y vio que delante de ellos se había
sentado Sandra, que les dirigía una mirada coqueta, que se desviaba levemente
hacia la derecha de Ainhoa. ¿Quizás hacia el lado en el que Daniel estaba
sentado? Esta no va a ser una noche tranquila.
—Lo que yo detesto
es la manera cómo la gente nos hace bullying solo porque somos gorditas, —se
oía que decía María desde el rincón de la mesa en el que se había sentado,
entre Nini y Elisabeth.
—Eso es verdad,
amiga, —replicó Nini, asintiendo en dirección de María, con una sonrisa amplia.
—¡Es un acoso
insoportable, amiga! ¡No te lo puedes imaginar!, —repuso María, totalmente
indignada.
—¿De verdad las
acosan tanto?, —preguntó Ainhoa, dirigiéndose a Daniel, sinceramente
preocupada.
—Esa mujer es una
exagerada, —intervino Narciso, apuntando con la punta de su cuchillo de mesa en
dirección a María. Se había sentado al lado de Ainhoa y comía vivazmente y a
buen ritmo—. Siempre se está imaginando que la gente a su alrededor se burla o
habla mal de ella, y de su gordura, —añadió el pequeño contable, devorando con
ganas un filete de ternera—. Creo que, en el fondo, lo que busca es echarle la
culpa de su obesidad a otros.
Y Narciso volvió a
sumergirse en su filete, perdiendo aparentemente por completo el interés en la
conversación que acababa de sostener.
—Así que vais a
pasar las fiestas de Navidad y Año Nuevo en San Sebastián, —dijo de repente
Sandra. Aunque el comentario había sido expresado en plural, los ojos de la
abogada se habían clavado en Daniel, pareciendo dirigirse en exclusiva a él—.
¿No es un lugar demasiado frío para pasar las fiestas de fin de año?, —añadió y
dio un largo sorbo coqueto a su copa.
—Es donde viven
mis padres, —dijo Ainhoa, sin percatarse había levantado la voz y puesto la
mano firmemente sobre la mesa, en el espacio que les separaba de Sandra—; y es
de dónde soy yo.
—Vale, maja, —dijo
Sandra imperturbable, sin dejar de mirar coquetamente a Daniel.
Ainhoa habría
querido replicarle algo a aquella mujer descarada; pero cuando estaba a punto
de hacerlo, Fidel intervino dirigiéndose a Sandra y cortándole la réplica a la
vasca antes que ésta pudiera formularla.
—¿Qué te parece la
cena, Sandrita?
—Está muy buena.
Realmente exquisita, —respondió Sandra—. Todo aquí está realmente muy bueno,
—añadió, mientras se limpiaba los labios con la punta de una servilleta, con un
gesto delicado que aprovechó para retirar su atención de Daniel y dirigirla
hacia el obeso gay.
—Me alegro que te
guste, —dijo Fidel sonriéndole.
Todo son
sonrisitas aquí, pensó para sí Ainhoa. Estaba realmente enfadada y descargó su
furia sobre una patata que había ido a parar a su plato.
Pero, en el otro
extremo de la mesa, la conversación no era tan pacífica.
—Bueno, por fin
tengo la oportunidad de verles reunidos a ambos, —dijo Cirilo en ese lado de la
mesa, mientras hundía furiosamente el cucharón en la ensaladera.
Pamela y Kristán
se volvieron a mirarse uno al otro, con expresión interrogante.
—¿De qué estás
hablando? ¿Qué insinúas?, —dijo Pamela con contrariedad.
—Que deben estar
satisfechos con el trabajo que hicieron con mi libro, —replicó Cirilo con
amargura.
—¿Qué estás
diciendo?, —dijo Kristán, enfadado.
—Todo en tu libro
está perfecto, Cirilo, —dijo Pamela categóricamente y apartó las manos de la
mesa para encender un cigarrillo.
Cirilo emitió una
carcajada forzada y desganada. Los dedos de Pamela que sostenían el cigarrillo
se empezaron a mover nerviosamente.
—Eso no es cierto
y lo sabes, Pamela. El libro no ha quedado nada bien. Ni siquiera ha quedado
como lo habíamos acordado. Me mandaste un paquete de libros impresos en blanco
y negro, ¡cuando en el contrato que firmamos decía claramente que los libros
debían imprimirse en color!
—Eso fue un error,
—respondió Pamela dando una chupada a su cigarrillo y evitando los ojos de
Cirilo—, no miré dentro de la caja cuando la imprenta me envió tus libros.
—¿Tú recibes
paquetes de la imprenta y los envías sin mirar qué hay dentro? ¿Sin fijarte si
los libros están bien?
Pamela no
respondió inmediatamente; jugó nerviosamente con el cenicero durante unos
instantes.
—Ya lo
solucionaré, —dijo al fin la editora, imprimiendo a sus palabras un gesto despectivo
con la mano derecha, mientras exhalaba una exuberante nube de humo por encima
de la mesa.
—¿Ya lo solucionarás?,
¿ya lo solucionarás?, —dijo Cirilo con un acento desamparado en la voz—. ¿Y
cuándo lo solucionarás? ¿Cuándo piensas solucionarlo? Te recuerdo que ese
paquete lo he recibido hace dos meses. Y antes me habías enviado un lote con
una maquetación horrible, gracias a “Kristancito”, eso fue hace cuatro meses.
En total llevo seis meses esperando mis libros. Por los que ya he pagado, por
cierto. ¿Cuánto tiempo más tendré que esperar, Pamela?
La editora lucía
ya muy incómoda.
—¿Quieres bajar la
voz?, —dijo susurrando, visiblemente enfadada.
—¿Por qué tendría
que bajar la voz?, —dijo Cirilo ofendido—. ¿No quieres que tus subordinados se
enteren de lo inútil que eres?
—Ya está bueno de
importunar a la jefa, —intervino
Fidel.
—Sí, ya está bueno
ya, —dijo Kristán—. En la editorial, todos somos gente cualificada; y Pamela,
la más.
—¿Te puedes
considerar calificado tú, Fidelito, —dijo Cirilo—; cuando no eres más que un
mediocre escritor de dramones seudo-policiacos?
—¿Cómo te atreves...?
—Me atrevo, y más:
porque, ¿sabes que no eres capaz de escribir ni siquiera una trama detectivesca
aceptable?
—Estás hablando
por pura envidia. He escrito tres libros de novela negra.
—Todos mediocres.
—¿Quién eres tú
para decirlo?
—Alguien que por lo
menos ha leído a Edgard Allan Poe.
—Yo también he
leído a ese en el instituto. Pero ese no escribía novela negra. Ahora tú eres
el que no sabes nada de nada, Cirilo. El que no tiene formación de escritor.
—Y tú, ¿la tienes?
¿Qué escritores de thrillers has leído?
Se produjo
entonces un profundo silencio. Fidel se quedó algunos instantes con los labios
congelados en una palabra que no se decidía a emitir, hasta que los sonidos
salieron liberados de su boca.
—Pues yo he leído
a esa escritora italiana. ¿Leona, algo? Se llama Leona. No me acuerdo del
apellido. Es una escritora italiana que tiene un detective que vive en Venecia.
—¿Te refieres a
Donna Leon?
—Sí. Esa misma.
—Pues Donna Leon
no es italiana, es estadounidense, Fidelito. Pero, aun así, Donna Leon es
relativamente reciente. Para hablar con tanta autoridad necesitas haber leído a
los clásicos del género. A ti, que tanto parecen gustarte los escritores
policiales estadounidenses, ¿quizás hayas leído alguna vez a Dashiell Hammett o
Raymond Chandler?
—¿Quiénes son
esos? ¿Son escritores? En mi vida había oído hablar de ellos.
Una expresión de
profunda y sincera sorpresa se dibujó en el rostro de Cirilo.
—¿De verdad no
sabes quienes son Dashiell Hammett y Raymond Chandler?
Fidel hizo un
gesto aburrido de negación.
—¡Joder! Y este se
dice escritor de novela negra, —dijo Cirilo.
—Son escritores
clásicos estadounidenses, —intervino Sandra—. Dashiell Hammett es el autor de
"El halcón Maltés". El libro del que se hizo la película de Humphrey
Bogart.
—Exacto, —afirmó
Cirilo, sin entusiasmo.
—Yo tampoco les
conocía, —intervino Nini.
—De todas maneras,
—replicó Cirilo—, si pretendes convertirte en escritor de novela negra, mínimo
debes haber leído algo de los clásicos de ese género, ¿no lo crees? Para poder
escribir es indispensable haber leído antes. Es lo se requiere para empezar a
escribir.
—No es cierto, —opinó
María—. Solo se puede escribir cuando se está inspirado; si no hay inspiración,
no se puede hacer nada. Si las musas no vienen a mí, yo no puedo escribir.
—¿Es por eso que
no has escrito nada más que un relatito corto de apenas diez páginas?, —le
preguntó Cirilo, con cierto matiz de arrogancia en la voz—. María,
probablemente tú seas la única novelista que no ha escrito nunca una novela.
—¡Calla!, —dijo
María con fastidio.
—Quizás debas
reconocer, —prosiguió el abogado ecuatoriano con una sonrisa—; que si no has
podido escribir más es porque simplemente no tienes talento, querida; y no
porque no esas “musas” no vengan a inspirarte. Para no hablar de esa eterna
antología de relatos en contra del Bullying que siempre estás preparando y que
nunca termina de salir.
—Eres un
resentido, Cirilo, —intervino Nini vehemente—. No todos podemos concentrarnos para
escribir. Yo no puedo; tengo una casa que atender, ¡y a un adolescente!
—Pero, ¿tienes un
hijo?, —le preguntó a Nini una sorprendida Ainhoa.
Los colores
subieron al rostro de Nini en una fracción de segundo.
—¡No!, —replicó enérgicamente
la obesa muchacha; negando con aplomo, como se haría para desmentir alguna
condición vergonzosa o infamante que le hubiese sido atribuida—. Se trata de mi
hermano. Yo le atiendo desde que nuestra madre murió: le cocino, a él y a mi padre,
le lavo y plancho la ropa, —concluyó Nini con una nota de orgullo en la voz.
—¿Y aún es muy
pequeño tu hermanito?—, pregunto Ainhoa sinceramente conmocionada.
—Tiene diecinueve
años, —dijo Nini inocentemente—. Está en el instituto.
La atención de
Sandra se dirigió en ese entonces hacia la obesa muchacha. La observó con
interés, crudamente, casi clínicamente. Sin duda, Nini era un personaje muy
extraño. Se trataba de una chica muy pálida, de sonrisa perennemente congelada
y rostro sólido y estúpidamente impasible. Denotaba una bastedad intrínseca que
la atravesaba toda: en su forma de hablar, en sus opiniones, incluso en su
forma de vestir, que era anticuada y poco cuidada. Nada de lo que llevaba
puesto parecía haber sido adquirido en el último cuarto de siglo. ¿Se trataría
acaso de la ropa de su madre muerta?, se preguntó Sandra. Aquellas ropas
anacrónicas parecían haber sido forzadas para encajar sobre su cuerpo y le
hacían lucir una rara estampa caricaturesca de la que alguna vez fuera su madre;
como si Nini quisiera mimetizarse en ella, no solo al punto de vestir su ropa,
sino de asumir los roles de aquella mujer, en su casa, con su hermano, ¡quizás
incluso con su padre!
Sandra meneó su
rubia cabeza, sacudiendo un pensamiento que revoloteaba dentro, como una
mariposa ciega y con las alas medio rotas, intentando desterrarlo a toda costa
de ella.
—Pues, ya os digo
que escribir romántica es muy complicado, —dijo entonces María, atrayendo hacia
ella las miradas de los que la rodeaban—. Es difícil hallar inspiración,
historias que puedan cautivar a las lectoras.
—¿En serio?, —dijo
Cirilo, escéptico.
—Yo, por ejemplo, —intervino
Nini—, me inspiró viendo películas románticas en la tele, como Titanic. Me
encanta Titanic. Algún día voy a escribir algo como Titanic, —añadió la gorda
repentinamente emocionada—. A veces, incluso hasta los realities de la tele me
sirven para encontrar historias para contar. Es muy difícil encontrar una
historia que merezca la pena ser escrita. Las historias de amor son raras.
—Depende, —dijo
Sandra—; el primer cuento que escribí fue sobre un noviete que tuve cuando
tenía quince años. Aunque esas cosas no pueden publicarse, —añadió la abogada
andaluza con una sonrisa pícara en los labios—; muchas empezamos por ahí.
—Yo no tengo
novio, —dijo Nini repentinamente sería, casi como si el comentario de Sandra la
hubiera ofendido—. Además, nunca se me ocurriría escribir sobre mí, o sobre mi
vida. Eso es muy privado.
—Era solo un
ejemplo...
—Como sea, —intervino
Cirilo secamente, visiblemente contrariado por el rumbo que había tomado la
charla—. Solo quiero añadir algo: hay cosas que no se pueden improvisar, que
tienen que hacerse con seriedad y con cuidado.
—Si quieres volver
a tocar el tema de tus libros..., —empezó a decir Pamela.
—¿Qué vas a
decir?, —le interrumpió Cirilo.
—Deja de incordiar
a la jefa, —intervino Kristán.
—¿Quieres saber lo
que tu jefa opina de tu trabajo,
Kristán? —Cirilo encendió su móvil y se lo ofreció al dibujante gay—. Mira,
mira tú mismo; lee lo que la jefa me
escribió sobre tu trabajo, después que hicieras esa maquetación en la que
estiraste y cortaste de mala manera los dibujos que te di para mi libro—.
Kristán rechazó el aparato, haciendo un gesto desdeñoso con la mano–. ¿No
quieres leer el mensaje?, no hay problema; lo leeré por ti.
—Pero este, ¿qué
se cree?, —dijo María, dirigiéndose a Nini.
—Es un grosero y
un maleducado, amiga, —respondió aquella.
—Pues bien: presta
atención, Kris, —seguía diciendo Cirilo con tono sarcástico—, esto va a
encantarte. Acercó el móvil a sus ojos y empezó a leer de la pantalla de este—:
“Lo siento, Cirilo. Ese chico gay es un completo bobo. No es la primera vez que
la lía. No es la primera queja que tengo de autores”. —Un silencio acompañó
las últimas palabras pronunciadas por el
abogado ecuatoriano—. Ahí lo tienen, —sentenció triunfante.
Kristán, con una
expresión de sorpresa en el rostro, miraba incrédulo en dirección a Pamela;
que, a su vez, trataba de evitar los ojos del dibujante.
—¿Tú le enviaste
eso a este?, —dijo Kristán.
—Pues, sí. Pues,
sí, Kris, —intervino Cirilo, antes que Pamela dijera palabra—. Esto es lo que tu
jefa en verdad piensa de ti. En
realidad Pamelita solo dice lo que opina de alguien a otros. Nunca se lo dice al
aludido directamente a la cara.
—¿Eso es lo que
piensas realmente de mí?, —dijo Kristán, visiblemente decepcionado—, ¿de mi
trabajo?
La jefa no decía nada. Giraba nerviosamente
la cabeza hacia derecha e izquierda, evitando la mirada de todos, dirigiéndola
hacia puntos indefinidos en las paredes y en el techo.
Cirilo festejaba
abiertamente la decepción de Kristán; exploraba con una sonrisa en los labios
los rostros de los otros comensales, buscando señales de aprobación en ellos.
Pero, nadie decía nada.
—Pues una cosa sí
hay que reconocerle a ese mensaje, —dijo casualmente Sandra, mientras exhibía
una hoja de lechuga cortada en el extremo de un tenedor—; que dice toda la
verdad respecto de tu trabajo, Kristán. Eres mediocre, corazón, y dibujas como
el culo.
La abogada se
interrumpió para llevarse el tenedor a la boca y sumergirlo dentro. Se tomó su
tiempo para secar con sus finos dedos de uñas rojas una humedad que había caído
sobre sus labios pintados de carmín; y masticó el alimento con lentitud.
Kristán le lanzaba miradas de odio; Cirilo estaba encantado; y Pamela no dejaba
de removerse inquieta en su silla, sin saber qué hacer ni qué decir.
—Una cosa más,
—volvió a decir Sandra, cuando terminó de deglutir la ensalada, haciendo una
seña de atención con el índice levantado—. Por si te estás enterando por
primera vez esta noche, Pamela también a mí me ha confesado que eres un inútil,
cuando me quejé del mamarracho que dibujaste para la portada de mi libro. Por
lo visto, toda la editorial conoce la opinión que Pamela tiene de ti—, Sandra
hizo una pausa para beber un sorbo de agua—; bueno, todos, excepto tú, por
supuesto, cariño—, y vertió el resto del contenido de la copa dentro de su boca.
Kristán alternaba
miradas entre Sandra y Pamela, sin saber dónde depositar su atención. Tenía los
ojos enrojecidos de furia; y, por un momento, Ainhoa temió que se fuera a echar
a llorar. Pero pareció sobreponerse al golpe pronto y adoptó un aire
despreocupado, más bien cínico.
—Pues, mira, querida,
—dijo Kristán, por fin, hablándole a Sandra con el mismo tono que aquella había
empleado para dirigirse a él—; tampoco tú te salvas de los comentarios de
nuestra jefa.
—¿De qué hablas?,
—dijo Pamela repentinamente, saliendo de su silencio.
—Pues de lo que tú
me comentaste, hace algún tiempo, cuando me pasaste el libro de nuestra querida
Sandra, ¿te acuerdas, Pamela?
—Yo no te dije
nada, Kris; no seas ridículo, —replicó la editora, visiblemente alarmada.
—¿Qué habéis dicho
acerca de mí? ¡Decidlo!, —dijo Sandra tornándose violentamente roja, con las
mejillas encendidas de furia.
—¿No te acuerdas, jefa, que me decías que Sandra era una
escritora sin talento, pedante y ridícula; a la que solo publicabas porque
tenía dinero para pagarnos la tirada.
—¡Eso es mentira!,
—dijo Pamela, en un arrebato de cólera. Había tomado con una mano temblorosa la
copa de vino del Bakala y se la había tragado de un solo golpe.
—¡Epa!, —había
dicho el Bakala.
—¡Cállate,
gilipollas!, —le replicó Pamela a su chico.
—Tú no puedes
beber alcohol, jefa. Recuerda que
estás en tratamiento, por lo de tu páncreas, —intervino Fidel.
Por toda
respuesta, Pamela se apoderó de la botella de vino y vertió de ella en el vaso
que tenía a su alcance.
—¡Serás cabrona!,
—dijo Sandra dirigiéndose a Pamela, en la que había concentrado toda su
atención.
—¡Es mentira! ¡Es
una falsedad!, —dijo Pamela levantando la voz, casi al borde de las lágrimas.
—Cálmate, cariño.
No te pongas así, bombón, —dijo Nini.
—Pero sí tú lo
dijiste muy claramente: “Sandra no tiene talento. Solo le publico porque tiene
dinero”, —insistió Kristán adoptando una voz engolada—. Es más, aquí tengo el
mensaje de wasap que me enviaste con ese comentario. ¿Quieres verlo, bombón?,
—dijo dirigiéndose a Sandra y lanzando sobre el centro de la mesa su móvil
hacia la aludida.
Los ojos de Pamela
se habían agrandado aún más y, humedecidos, lanzaban lastimeras miradas hacia
el objeto mientras éste se deslizaba hacia las manos de la abogada. Hubo un
momento en el que Ainhoa temió que Pamela se fuera a echar sobre el tablero de
la mesa; y, a gatas, se lanzase en pos del móvil. Pero eso no ocurrió
finalmente; Sandra cogió con furia el aparato y lo llevó hasta sus ojos,
recorrió con la mirada la pantalla del teléfono. Varias veces las pupilas de la
andaluza fueron de izquierda a derecha, leyendo y releyendo el mensaje en el móvil
de Kristán; como si sus ojos no hubieran dado crédito a lo que habían leído la
primera vez, ni la segunda ni la tercera.
—¡Cabrona!, —dijo
finalmente Sandra, escupiendo entre dientes, con la voz casi saliéndole de los
labios como en un susurro.
—Caíste por tu
propio vicio; mentirosa y falsa, chica
wasap, —dijo Cirilo despiadadamente, dirigiéndose a Pamela.
—¿Por qué le ha
dicho eso?, —preguntó Ainhoa con interés a su novio; sin percatarse que, debido
al silencio que se había instalado en el salón, su comentario había sido oído
por todos.
—Porque nuestra jefa, lo hace todo por esa aplicación,
—respondió Cirilo, encantado de ser el centro de atención—; ordena, concluye
contratos, incluso hasta echa autores de su editorial por el WhatsApp. Jamás
puede conversar por teléfono o reunirse contigo. Todo tiene que hacerlo por WhatsApp.
Es una auténtica chica wasap.
—No te metas con
Pamelita, —dijo de repente una voz femenina que no había sido oída hasta ese
entonces.
Las miradas se
volvieron hacia el lugar de dónde había provenido aquella intervención, a un
extremo alejado de la mesa; y ahí descubrieron a Nini, con los dientes
apretados y la mirada cargada de odio.
—Tú eres un
desagradecido, Cirilo, —continuó Nini, casi incapaz de manejar sus emociones y
refrenar su cólera—. No eres consciente del enorme esfuerzo y sacrificio que
hace mi niña para editar nuestros libros. Ella nos está dando una oportunidad
con su editorial…
—¿De qué estás
hablando?, —dijo Cirilo interrumpiendo a la obesa muchacha—. ¿Que Pamela nos
está dando una oportunidad por publicarnos los libros? ¿Debemos agradecerle por
lo que hace? No, niña. Tu jefa no nos
está haciendo ningún favor a ninguno de nosotros. Ella nos cobra por
publicarnos…
—Eso es falso,
—intervino María con vehemencia—. No pagamos para que nos publique…
—Que sí, que sí le
estamos pagando, —dijo Cirilo—. ¿O qué crees que pasa si no vendemos todos los
libros que le encargamos en la presentación?
—¿Qué es lo que
pasa?, —preguntó Ainhoa de nuevo, ganada otra vez por su curiosidad.
—El contrato dice
que la editorial nos proporciona veinte ejemplares, que tenemos que vender en
la presentación del libro, —respondió Sandra.
—¿Y qué pasa si es
que no los vendéis en esa presentación?, —volvió a preguntar Ainhoa.
—Pues tenemos que
pagarlos nosotros de nuestro bolsillo. La editorial de Pamela no asume su
venta, —respondió Sandra.
—Así es, —dijo Cirilo—.
Y, si tenemos que pagar los ejemplares que no se vendieron en la presentación;
entonces Pamela nos los está….
—Vendiendo, —dijo Ainhoa,
completando inadvertidamente la frase del abogado ecuatoriano.
—Comprenderás,
entonces, —siguió hablando Cirilo, dirigiéndose a Nini—, que la jefa no nos está haciendo ningún favor.
Nos está brindando un servicio y nosotros le pagamos por eso. Y encima de eso,
no nos rinde cuentas sobre las ventas digitales que su editorial hace a través
de Amazon. Ella hace como si nada se vendiese a través de internet. ¿O es que
ese dinero no existe, Pamela?
Pamela había
sumergido el rostro entre sus manos; parecía inconsolable, pero no estaba
llorando. Con un gesto rápido se había vuelto a hacer del vaso de vino y bebía
de a pocos de él, de a pocos, con sorbos breves, sin cesar.
—¡Bueno, ya está
bueno ya! —Fidel había levantado su voluminosa figura sobre los demás
comensales, aún sentados a la mesa—. No voy a seguir permitiendo que sigas
echando a perder esta reunión de amigos, importunando a Pamelita y diciendo
calumnias sobre Kris, —agregó el obeso gay con autoridad.
—Se comportan como
una secta, ¿lo saben?, —dijo Cirilo con rabia.
—¡A callar!, he
dicho, —sentenció Fidel con firmeza—. Has sido muy grosero, has ofendido a
Kris…
—Kris, —siseó Cirilo
con acento de burla—. Ha sido precisamente su “Kris” quién ha cagado mi libro.
—No te permito.
Kris es un excelente ilustrador, además de escritor…, —dijo Fidel.
—Dime una cosa,
con sinceridad, ¿por qué le defiendes tanto?, —cuestionó Cirilo—. ¿Es porque
realmente crees que es un buen ilustrador, o porque es gay como tú?
—¡Sudamericano
insolente!, —dijo Kris, incorporándose repentinamente de la mesa y arrojando despectivamente
hacia el centro de ésta una servilleta—. ¡Mis ilustraciones son mejores que tus
dibujitos de mierda!
Acto seguido,
Kristán apartó la silla y abandonó el salón con aire ofendido.
—Pero, ¿a dónde
vas, Kris?, —dijo Fidel, cuando vio que el dibujante gay se alejaba y
desaparecía por la puerta del salón—. No te creas esas cosas. Son dictadas por
la pura envidia que le tienen a tu trabajo.
Fidel se levantó a
su vez de la mesa y salió detrás de Kristán, dejando a sus invitados sin
ninguna explicación.
—Para mí también
fue suficiente, —dijo Cirilo con expresión de asco en el rostro y se levantó de
su silla—. No soporto más este espectáculo. Me voy a la cama. Espero que mañana
esté despejada la carretera y me pueda largar de aquí—, añadió y se marchó sin
mirar a nadie y dando pasos furiosos antes de perderse por el umbral de la
puerta, por la que antes habían salido Kristán y Fidel.
—¡Menuda cena
hemos tenido!, —dijo Ainhoa a Daniel, esta vez cuidando que los demás no la
oyeran.
—Ya te digo,
—respondió Daniel sin dejar de mirar hacia el extremo de la mesa en la que se había
desarrollado aquel pequeño drama.
En el lugar,
Pamela se había derrumbado sobre las palmas de sus manos y sollozaba
desconsoladamente. Nini se había levantado de su silla, en el otro extremo de
la mesa, y se había acercado a la editora, a la que trataba de consolar.
—No les hagas
caso, mi niña, —decía con tono melifluo la obesa muchacha.
Pero la editora
solo atinó a servirse otra copa de vino, que empezó a beber con expresión
perdida, cuando Nini consiguió que levantase la cara.
En ese momento, Ainhoa
tuvo la certeza que la cena había concluido, aunque todavía había platos sin
consumir sobre la mesa, y aunque no se hubiera servido ni el postre ni el café.
Los demás habían empezado a levantarse en desorden de sus sillas; y Daniel y Ainhoa
hicieron lo mismo.
—Esto va a acabar
mal, —susurró Ainhoa en la oreja de su novio.
Este asintió, se
había quedado sin nada qué decir; incapaz de replicarle algo a su novia.
—Chicos, chicos,
—dijo Gustavo en el centro de la mesa, extendiendo las manos a ambos de su
cuerpo, y tratando de llamar la atención de sus ocasionales invitados—. No os levantéis
así de la mesa.
—Es inútil, Gustavo,
—dijo Sandra acremente, incorporándose a su vez de la silla.
—Os propongo que todos
vayamos a tomar el café, —dijo Gustavo señalando en dirección opuesta a la
cocina de la casa—, tenemos una terraza interior desde la que hay una magnífica
vista de los alrededores. Os va a encantar, os lo aseguro. ¿Quién quiere venir?
Venga, no nos levantemos de la mesa enfadados. Y los que no queráis café, podéis
beber alguna copita. Tenemos excelentes licores aquí en casa.
—Yo no bebo
alcohol, —dijo Elisabeth secamente—. Solo puedo tomar refresco de naranja,
durante o después de las comidas.
—No te preocupes,
guapa—, dijo Gustavo—. Si te apetece, llevaremos la botella grande de refresco
que bebes para la terraza, para que también tú puedas acompañarnos a la sobremesa.
—Sí es así, —dijo
Elisabeth, sin dejar del todo su actitud apática—, aceptó. Pero solo si Nini y
María nos acompañan.
—Por supuesto que
iremos, —dijo Nini entusiasmada; y, luego, añadió, dirigiéndose a Pamela que
había entrado en un estado melancólico, pero sin dejar de sujetar su copa con
firmeza—: Tú también irás, ¿verdad, mi niña?
—Ella no debería
seguir bebiendo, —afirmó Sandra enfáticamente—. Está enferma del páncreas y
bebe como un cosaco. Se puede poner mal.
—Ven, Pamelita,
—dijo Nini—. Vamos un rato a la terraza. Eso nos hará bien a todos. Ya se han
ido los problemáticos, bueno casi todos, —añadió insinuante, mirando de soslayo
a Sandra.
—Pues, a mí
también, me han entrado unas ganas de beberme un vermut con todos vosotros,
—dijo Sandra provocativamente y caminó desafiante hacia la terraza, en la que
ya estaban el Bakala, María y Narciso.
Detrás de ella
fueron también Daniel y Ainhoa; y Nini, llevando casi de la mano a Pamela.
Gustavo cerraba la marcha, portando una botella de vino en cada mano.
—Vaya nido de
idiotas en el que nos has metido, —le reprochó Ainhoa a su novio, por el
camino. Lo dijo muy bajo, para evitar que el resto del grupo les oyese.
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